CAPÍTULO 2
1
Pasaron los días y con los días las estaciones, que eran la única forma de que la luz variase en Ramark. Ramark era un mundo que orbitaba una estrella enana roja, a la que ofrecía siempre su misma cara. Era un mundo sin días y sin noches, o, mejor dicho, con un día y una noche eternos. Cuando llegó el invierno, apareció en los cielos de Crepúsculo, la zona geográfica donde vivían, una pequeña estrella blanca, apenas más luminosa que la luna de la olvidada Tierra. Al principio Winifred se asustó, temiendo un terrible acontecimiento celestial; pero Tobias, el targali (que era la especie predominante en Ramark), le explicó que no debía tener miedo. Aquello era Menmen, el sol del invierno.
Pasaron los días, y Winifred se maravilló de la extraordinaria capacidad de la mente humana para adaptarse a los cambios. O quizá sea más correcto decir que se asombró de su propia mente, pues ya no tenía otros humanos a los que compararse. Al principio echó terriblemente de menos a Hapola, su IA, que había estado con ella durante toda su vida, desde su nacimiento en un útero artificial, en el lejano sistema solar. Pero Tobias se portaba bien; siempre se preocupaba de que a ella no le faltase de nada. Era solícito a la hora de responder a sus preguntas y de enseñarle las costumbres de Ramark. Poco a poco Winifred fue interesándose por la historia y la cultura de aquel mundo, y de todo cuanto había más allá.
Aprendió a manejarse con los rudimentos de la tecnología de los Mundos del Pacto (entre los que se contaban Aldruthcia y Ramark), lo suficiente incluso para empezar a contribuir con sus propias habilidades como diseñadora de hábitats. Si aquello era el metaverso, cuestión que al principio la atormentaba bastante (por más que le hubiera dicho Tobias), quizá el metaverso no estaba tan mal. Pero no, no podía serlo. Después de todo, ¿por qué iba el metaverso a imaginar una historia tan intrincada para ella, en la que Winifred fuese la única humana viva?
Una vez, pocas semanas después de su llegada, le volvió a plantear el tema del metaverso a Tobias. «En serio, mujer, que yo sepa, esto —había dicho él, haciendo un gesto con sus manitas de mono que lo abarcaba todo— es la realidad. Y aunque no lo fuese, yo te seguiría diciendo que lo es, porque formo parte de ella. Así que no le des más vueltas. Si tú lo sientes como real, es real, y punto».
Aprendió muchas otras cosas del targali, a través de preguntas que ella le iba haciendo, cuando caía en la cuenta de ciertas cuestiones. Aprendió, por ejemplo, que lo ilusorio y lo real (de la mano de la tecnología informática de la época) estaban tan inextricablemente entrelazados que era inútil preguntarse dónde empezaba una cosa y terminaba la otra. Por eso podían entenderse perfectamente, en cualquier planeta o región de los Mundos del Pacto, dos personas diferentes, fuera cual fuese su aspecto, lengua o fonía. Prácticamente todo, en aquella época, era el resultado de un diseño previo. La realidad estaba pintada, por decirlo de algún modo. Aunque había que tener un estricto control de las reglas subyacentes para poder moldearla. Esa, le enseñó Tobias, era la forma de pensar a la que tendría que adaptarse Winifred, para lograr convertirse en una gran diseñadora de hábitats en Ramark.
Así era la vida de Wini en aquellos días. Pero, a pesar de las apariencias, no era feliz. Un día, recién comenzada la primavera, la mujer se sintió preparada para conocer a más gente de aquel mundo, y no verla solo en los holos, y así se lo hizo saber a Tobias. Pero él la disuadió de ello. Le dijo que tenía que entender que los humanos eran algo legendario en los Mundos del Pacto. Era mejor que siguiese trabajando desde el anonimato, mientras ellos (no especificó a quienes se refería con “ellos”) daban con la mejor forma de introducirla en la sociedad. El caso, le explicó poco después el targali, era que había problemas con Aldruthcia. El planeta de los fórmicos acababa de enterarse de dónde vivía Winifred, y había reclamado a la humana.
—No te preocupes, Wini —dijo Tobias (ella había insistido en que él la llamase así)—. Está todo bajo control. Pero debo ausentarme unos días.
Ella sintió miedo, otra vez miedo de estar sola, y así debió reflejarlo su gesto, pues Tobias dijo:
—Tranquila querida, no estarás sola —dijo él (la mujer nunca dejó de sospechar que Tobias seguía entrometiéndose en sus pensamientos, pero ¿qué podía hacer? Se había resignado a aquella posibilidad)—. Ven, te voy a presentar a alguien —. La condujo por entre los pasillos del complejo de investigación que era además la casa de Tobias, hacia una de las amplias terrazas de la vivienda. Allí, una figura se recortaba melancólica (esa fue la sensación literal que tuvo Wini al verla por primera vez), contra el sol rojo de Ramark, que arrancaba fulgores de toda su anatomía.
Al oírlos llegar, el ser se giró.
—Este es Retta. Retta, Wini. Estará a tu servicio para lo que necesites, querida. Yo volveré en pocos días, y seguro que ya todo estará resuelto.
Era un androide.
—Verás como pronto podemos presentarte en sociedad, Wini. Bueno, creo que no se me olvida nada. Me voy. Te llamaré con cualquier novedad. Retta —dijo, inclinando levemente la cabeza hacia el androide, a modo de saludo—. Sed buenos.
2
Despierto. Otra vez esa misma sensación, como de ahogarme en sueños. Siento como si alguien me agarrase. Abro los ojos, aterrorizada. Boqueo, porque creo que voy a morir. Pero no. Estoy viva. Solo estoy saliendo de crío. Jadeo, intento tomar aire, vuelvo a jadear, hasta que me acostumbro de nuevo a respirar por mí misma.
Todo está oscuro. ¿Por qué? Si ya hemos llegado, empiezo a razonar, todos deberían estar saliendo de crío, como yo. «Tranquila», me digo. Solo es que tu visión está borrosa, es normal que una persona no pueda distinguir nada, cuando despierta de la criogenia. Sin embargo, según avanza un tiempo que no soy capaz de contar, un tiempo que me parece irreal, me doy cuenta de que algo no está bien, pero no por lo que no veo, sino por lo que no escucho. No escucho nada. No, me doy cuenta, no es eso, porque los sonidos de la nave están ahí… No escucho a nadie.
Algo se mueve, en el límite de mi oscurecido campo de visión, justo a mi izquierda. No sé lo que es, pero me asusta. Me levanto.
—¿Hay… Hay alguien ahí?
Silencio.
Las luces están apagadas. Pero ya distingo formas en la oscuridad. Mis compañeros de tripulación están ahí, en la gran sala de criogenia. Reposan tranquilos, pero anhelantes, como momias de un futuro incierto, sus manos cruzadas sobre sus hombros. Me guío a tientas en la penumbra, apenas guiada por el resplandor de los sarcófagos de cristal. Llego a la salida.
Despierto. Otra vez esa misma sensación, como de ahogarme en sueños. Siento como si alguien me agarrase. Abro los ojos, aterrorizada.
—Winifred Battaglia, ¡Winifred!
Era Retta, el androide. Había preocupación en su voz de metal.
—¿Estás bien, Winifred Battaglia? Te agitabas tanto que me he preocupado.
—Oh, mierda. Sí, estoy bien, Retta, tranquilo. Estoy bien. Una pesadilla. Solo eso —dijo Winifred. Se incorporó y se quedó sentada, al borde de la cama. Era tarde. Había dormido demasiado. Los filtros, que velaban la luz del sol de las ventanas en las horas de sueño, estaban ya inactivos.
—Preparé el desayuno hace un buen rato, Winifred Battaglia. Si quieres lo recaliento.
—No hace falta, Retta. Gracias, lo haré yo misma, no me voy a morir por recalentar un café. Y puedes llamarme Wini. Ya te lo dije ayer.
—Está bien, Wini Battaglia, como tú desees.
—No, Retta. Wini, solo Wini.
—Pero mi programación…
—Ya, ya, vaya con el androide, tu programación no te permite muchas cosas, ¿no es así? Y tu anatomía tampoco, me temo —dijo ella, dando unas palmaditas en la aséptica entrepierna de metal de Retta.
El robot se la quedó mirando, con su mirada ciclópea de perfecta cara de póker; un don innato.
Wini rió. Dijo:
—Oh, lo siento Retta, no me hagas caso. Es broma. Solo estaba intentando olvidar la pesadilla. Ya sabes, nada como un poco de humor.
—Por supuesto, Wini… Wini. Nada como un poco de humor.
—Oye, caray, qué bruñido eres. A ver, date un poco la vuelta, así, perfecto —dijo mientras hacía pivotar a Retta, para que le diera la espalda.
—Eres un espejo de puta madre, ¿lo sabías? Bueno, no está mal para una mujer de más de 200 años, recién levantada de una pesadilla —dijo, mientras se contemplaba en la espalda del androide.
Era la imagen de una mujer menuda, aunque atlética, de ojos oscuros y cabello corto y castaño. La imagen de una humana saludable y en forma de apenas treinta años. Pero ¿cuánto iba a durar aquella imagen? Durante los últimos meses había intentado no pensar mucho en eso, y al principio le había resultado bastante fácil, preocupada como estaba por muchas otras cosas, como si volvería a ver a sus compañeros, o si la vida, directamente, tenía algún sentido. Pero lo cierto era que un día, al poco de llegar a Ramark, había descubierto la primera cana en su cabello. A partir de aquel momento tuvo además la ineludible sensación de que sus arrugas empezaban a marcarse más. ¿Cuánto hacía de su última ingestión de nanobiotes? No podía ni recordarla. Le parecía que aquello había sido en otra vida, que le había pasado a otra Wini. Poco a poco fue haciéndose a la idea de que su cuerpo estaba empezando a envejecer, como el de cualquier ser humano anterior al siglo XXII. De que las últimas cosas que iba a ver, a hacer y a ser en la vida, durante los próximos decenios, estaban en aquella galaxia imposible.
3
—Pero me gustó darme cuenta de eso. Creo que a partir de entonces empecé a sentirme un poco mejor. A aceptar más todas estas cosas increíbles que me están pasando —dijo Wini al androide—. Como si todo fuese definitivo —añadió, en voz más baja, pensativa, mientras tomaba el desayuno en la cocina iluminada por la rosada y eterna luz crepuscular de aquella zona del planeta. Los amplios ventanales se abrían a una terraza extensa y variopinta, llena de maceteros con plantas autóctonas, de hojas de color azul oscuro y violeta, nerveadas de granate.
—La inevitabilidad de la muerte, la clara certeza de que van a morir algún día. Eso es lo que hace a las personas más… —dudó Retta.
—¿Humanas?
—Iba a decir, “personas”.
—¿Personas más personas? Sí claro, no hay muchos humanos por aquí. A mí aún me cuesta considerar personas a todos esos seres que veo en los holos de Ramark. Te aseguro que en las holonovelas en las que me he sumergido en el tiempo que llevo aquí todavía no sé distinguir cuando una especie existe de verdad o es inventada.
—Pero eso es fácil, lo dicen al final, aunque puedes consultarlo en cualquier momento.
—¿Cómo lo sabes? —Preguntó ella— ¿Tú ves holonovelas?
—Oh, a veces, sí, pero no lo sé por eso. Simplemente, lo sé. Forma parte de mí, de los conocimientos que me introdujeron, para poder ser práctico y poder tener buenas conversaciones, como esta.
—Oh, ya veo.
La mujer no pudo evitar sentirse un poco tonta, al tratar a Retta como un semejante, pero como aquel pensamiento conducía hacia la tristeza y la soledad, lo evitó conscientemente… Todo lo que pudo.
—¿Sabes?, en mi mundo, en el sistema solar, no había robots como tú. Bueno, a ver, algunos había, pero eran robots especiales, pensados para terapias… Cómo decirlo —no quería herir los sentimientos de Retta, si es que los tenía—; en fin, que no pensaban por sí mismos. Ese tipo de robots estaban prohibidos. Los robots, incluso los androides, se usaban para los trabajos más penosos, pesados, repetitivos… toda esa mierda que antes del siglo XXII esclavizaba a los humanos.
—Yo puedo pensar por mí mismo, Wini. Veo por dónde vas. No te preocupes, No soy una máquina programada para hacerte sentir mejor. Soy un ser autoconsciente. Esto no es el sistema solar.
—Vaya, lo siento, Retta, yo… Yo no quería dar a entender. Joder, qué tonta soy.
Pero por dentro, se alegró mucho.
—No hay nada que sentir. No sé lo que te ha enseñado Tobias, pero supongo que aún desconoces muchas cosas de esta época.
—Bueno, sé lo que Tobias quiere que sepa. A ver, no es una crítica, no te vayas a pensar —Pese a las apariencias, Wini todavía no se fiaba del todo de Retta, como no se fiaba del todo de Tobias ni de nadie, en aquella galaxia futurista y extraña—, es solo que, no sé, supongo que aquí todo es nuevo para mí, y él me ha ido pasando información de lo que cree más necesario. Por ejemplo, hay muchas cosas que desconozco aún sobre los mundos del Pacto. ¿Por qué los llaman también los Mundos de Lettand? Sé que tiene que ver algo con la religión, pero apenas sé nada sobre eso. Solo lo que he visto en holos de ficción histórica. He buscado entre los libros de Tobias, pero la mayor parte están escritos en caracteres totalmente extraños para mí.
—Lettand fue el Padre Fundador. O Madre Fundadora. En realidad, no tiene sexo.
—¿El que fundó la religión de los Mundos del Pacto?
—Sí, la religión es muy importante aquí, en esta época.
—¿De veras? En la mía apenas lo era ya para nadie, fuera de algunos grupos tradicionalistas. Las IA habían dejado atrás prácticamente todo lo concerniente a, ya sabes —dijo, haciendo un gesto al cielo—, lo de ahí arriba. No sé decirte si eso era algo bueno o malo, la verdad. Pero imagino que todos éramos felices, y por eso no había necesidad de ningún dios.
—Aquí cada planeta puede tener un sistema de gobierno, y gestionarse como le parezca en diversos asuntos —dijo Retta—, pero la religión está en todas partes. Lo cohesiona todo. Los sacerdotes de Lettand son a la vez jueces, consejeros, y tienen potestad sobre las Fuerzas del Orden.
—¿Fuerzas, del orden? —Dijo ella—. Jo-der, qué dramático suena eso.
—Sí, Fuerzas del Orden, con mayúsculas. Imagínatelo. Es un cuerpo de seres cibernéticos. Mejor que nunca te encuentres con ellos, al menos, no si están en tu contra.
En ese momento Tobias se materializó delante de Wini, sin previo aviso. Repuesta del susto, la mujer tuvo que alargar la mano y atravesar la figura del garlati, para asegurarse de que no estaba allí de verdad.
—Siento ser tan brusco. Wini, prepara lo imprescindible. Paso a buscarte esta tarde. Vas a tener que venir a Aldruthcia.
—¿Qué? —Contestó ella, con gesto pasmado, en cuanto fue capaz de procesar la información—. Me habías dicho que…
—Sí, sí, querida, Sé lo que te había dicho. Lo hemos intentado todo, créeme. Pero confía en mí, no pasará nada. Es solo que…
—No —dijo ella, elevando la voz tanto como sintió crecer en su interior el miedo y las ganas de llorar. Desde que había llegado a Ramark se había prometido que jamás volvería a llorar—. No pienso ir, Tobias. ¿Qué mierda es esta?
—Tus compañeros, Wini, Damian. Podría estar vivo.
Ella se quedó callada, en shock.
—Pero no es solo eso —siguó Tobias—. Las IA, han vuelto a contactar con la Perseverance. Vuestras IA. Existen, en algún lugar.
4
Cuando Tobias Gnash regresó aquella tarde, Wini ya estaba preparada para viajar. Había elegido qué ropa llevar (varios diseños hechos por ella misma a partir de un único tejido-patrón inteligente que le había regalado el targali), preparado una pequeña maleta con mudas y útiles de aseo personal, y escogido varios libros (libros físicos de papel, como los antiguos libros de la Tierra, que Wini apenas había visto alguna vez en el sistema solar), de la biblioteca personal de su anfitrión. Por dentro, sin embargo, la humana era un cúmulo de nervios y emociones a punto de explotar.
—¿Puede venir Retta? —Se sorprendió a sí misma al pedirle al targali si el androide podía acompañarlos.
No habría sabido explicar por qué, ella pensó que la pregunta le había importunado, y que iba negarse. Pero, para su sorpresa, Tobias accedió. Retta fue con ellos.
El tiempo que el targali había tardado en llegar, Wini había bullido de excitación, esperanza y miedo. Excitación, por la posibilidad de que al regresar a Aldruthcia, donde aquella locura había comenzado, pudiese reencontrarse con Hapola y la normalidad que tanto añoraba; esperanza, por la suerte de Damian y sus demás compañeros; miedo, por ella misma. Miedo porque, a pesar de todo, en lo más hondo de sí misma, en un rincón de sus pensamientos que había mantenido cerrado con llave durante todo aquel tiempo (consciente como era de que Tobias podía saber lo que ella pensaba), seguía sin fiarse del targali. Ella se había esforzado durante todos aquellos meses en que el fingimiento del principio se convirtiese en verdadera confianza. Pero por más que lo intentaba, al final se daba cuenta de que lo que hacía cada día era seguir la corriente al extraño ser que seguía siendo Tobias para ella.
Todo aquel asunto de volver al planeta de los hombres hormiga hizo emerger de golpe toda la desconfianza. El muro de apariencias y fingimientos que Wini había construido a su alrededor se vino abajo. Pero ella siguió fingiendo, aún ahora. Reconstruía el muro piedra a piedra; procuraba que las aguas de aquella realidad no pasasen por encima y la arrastrasen consigo.
—¿Cómo iremos al espaciopuerto? —Preguntó ella.
—¿Espaciopuerto? Pensé que ya habías aprendido esa lección, querida. Solo hay que atravesar una puerta.
Wini y el androide se miraron. Si la inmutable expresión de Retta había mostrado extrañeza, quizá fue solo la imaginación de la mujer. Pero ella pensó que sí.
Ambos siguieron a Tobias por distintos corredores y escaleras que Wini apenas conocía, hasta que traspasaron una doble puerta de madera oscura muy ornamentada. A Wini le costó creer que no hubiese reparado antes en aquellas puertas. Al traspasarlas entraron a una zona de la casa en la que definitivamente ella nunca había estado. No se veía nada allí. Tobias hizo un gesto y una luz apareció como de la nada, en su mano. Al final de un pasillo con puertas a ambos lados se encontraron con unas escaleras talladas de forma perfecta, en una piedra arenisca de color rojizo. Las ascendieron durante varios minutos. Terminaron en una pequeña habitación con unas ventanas altas y estrechas.
Un mural al fresco se extendía por las paredes y el techo de la estancia. Un ser de luz, a todas luces divino, que Wini imaginó que era Lettand, descendía de un agujero en un cielo de tonos verdes y naranjas, con los brazos abiertos. Bajo él había una marabunta de targalis, que parecían brotar del suelo, en poses de indudable adoración hacia aquel ser.
En el centro de la habitación había una escalera de caracol de algo que parecía vulgar hierro negro. Wini y Retta siguieron a Tobias, y ascendieron por los estrechos peldaños, que se bambolearon bajo el peso de los tres. Wini se agarró a las figuras forjadas en la barandilla. Emergieron a una especie de buhardilla con techo en forma de cúpula. Una puerta de cristal de singular belleza, enmarcada por dos columnas y un dintel triangular, se abría allí al cielo crepuscular. El marco parecía hecho de níveo mármol, de apariencia rosada a la luz del sol de Ramark.
—Daos las manos —dijo entonces Tobias, agarrando la de Wini. A la humana se le encogió el corazón de miedo, pero también de excitación, al adivinar lo que estaban a punto de hacer. Tobias abrió la puerta. El viento agitó sus ropajes. Entonces el targali saltó al otro lado. Wini apenas pudo sentir el corazón en su garganta. En una cantidad infinitesimal de tiempo la fuerza de la gravedad, que debería haberlos atraído hacia una caída fatal, los empujó contra un suelo metálico, contra el que Wini y el androide cayeron suavemente, pero con torpeza, como si durante un instante el tiempo se hubiese detenido, y ese instante hubiera desincronizado el sentido de sus propios cuerpos.
Wini y Retta todavía estaban separándose del revoltijo de extremidades en que se habían convertido sus brazos y sus piernas, cuando Tobias, que había caído ágil como un paracaidista experto en su enésimo salto, dijo:
—Bueno, estamos en Aldruthcia.
Wini reconoció el lugar como la extraña gran cúpula de cristal y formas imposibles a la que le había llevado el hombre hormiga. Un círculo de aquellos seres los rodeaban. La mujer supo que los habían estado esperando.
5
Tobias se adelantó e intercambió unas palabras con uno de los fórmicos, un ser al que Wini creyó reconocer como Gortax, el que la había salvado al sacarla de aquel planeta. Al ver que era él quien estaba al mando, la mujer humana se tranquilizó, pero muy poco.
El hombre hormiga dijo:
—Bienvenidos a la Cúpula de los Mil Vientos de Ramman. Vuestro camino en Aldruthcia es nuestro camino. —Se inclinó ligeramente, y luego añadió:
—Debéis acompañarnos. Seguidnos, por favor.
Bajaron por una delgada escalera de caracol pegada al muro exterior de la excéntrica torre-cúpula. Solo una delgada barandilla de aspecto descuidado, llena de óxido, los separaba de una caída hacia el suelo de la torre, si es que este existía, pensó Wini, ya que la base se perdía en la oscuridad. Pequeñas claraboyas de una rácana luz blanca iluminaban su descenso, de forma precaria. Las luces se iban encendiendo y apagando a su paso. Resultó que la torre sí tenía una base, después de todo. Llegaron al final envueltos en silencio. A Wini no se le había ocurrido nada adecuado que decir, y nadie más habló.
Una vez fuera de la torre, Wini se encontró de nuevo con aquella luz llena de sombras picassianas, producidas por las angulosas y retorcidas estructuras de la arquitectura fórmica al ser iluminadas por dos soles diferentes. Hacía calor. Los extraños olores de aquel planeta la golpearon con fuerza, una mezcolanza de aromas fuertes e indescifrables, que invadieron sus fosas nasales sin la más mínima piedad.
Fueron introducidos en un extraño vehículo de formas de reminiscencias vegetales, hecho de una especie de metal dorado y verdusco, y conducidos a lo largo de calles tan enrevesadas que la mujer jamás habría sabido emprender el camino de vuelta. Se dio cuenta de qué poco dependía su futuro de sí misma, de sus propias elecciones.
Aquí y allá fórmicos curiosos se asomaban a las redondas ventanas de sus pinaculares viviendas, a lo largo de las calles por las que pasaban. En una ocasión, uno se destacó de entre un grupito que estaba delante de una pequeña casita que hacía esquina. Debía de ser un ejemplar joven, por su tamaño y delgadez. Iba vestido con llamativos ropajes de tonos ocres y anaranjados.
—¡Espíritus de la gran nave Ajena! ¡Espíritus de la gran nave Ajena! —repetía a voz en grito, con gran excitación, mientras corría al lado del vehículo.
Uno de los guardias de la comitiva se acercó para apartarlo de allí, pero el joven fórmico se escurrió con agilidad y volvió a acercarse al carruaje. Esta vez pegó la cara al cristal, haciéndose visera con las manos, y observando el interior de forma curiosa y descarada. Su mirada se encontró con la de Wini.
—Precursora-Ajena —Wini sintió más que escuchó lo que dijo.
Entonces el mismo guardia de antes pilló al joven por los hombros y lo zarandeó sin contemplaciones. El joven hombre hormiga cayó al suelo, y el carruaje siguió su marcha. Wini se giró en el asiento y vio por el cristal trasero cómo el joven volvía a levantarse, y allí, ajeno a las magulladuras y rodeado ahora por algunos otros, gritaba:
—¡Precursora-Ajena! ¡Betceol, Precursora!
En la distancia, presidiendo la escena, Wini pudo distinguir la gran torre rematada en la Cúpula de los Mil Vientos. Reverberaba con la luz de dos soles extraños y moribundos.
6
—Tu padre-guía estará muy disgustado contigo, Triwil —dijo Ancia, mientras curaba las heridas del joven fórmico.
Estaban en la salita de estar principal, en el piso inferior de una humilde casita, en uno de los barrios obreros de Ramman.
—Lo siento, mi-dona —respondió el aludido, compungido.
—Esta vez no me vas a engañar, así que quita ya ese tono patético de arrepentimiento.
—Tienes que hacer caso a dona-Ancia, Triwil, o nunca llegarás a nada en la vida.
—Déjame en paz, Thaseli.
—Típico —dijo la aludida, que puso los ojos en blanco y se levantó del asiento en el que había estado tejiendo. Abrió los redondos postigos de desgastada pintura azul de la ventana, y se quedó allí, contemplando el exterior.
—Vosotras no lo entendéis. La he visto, con mis propios ojos. Vi a la Ajena.
Los insectiles y ambarinos globojos de Ancia relampaguearon. Dejó lo que estaba haciendo, se encaró con el joven Triwil y miró a sus globojos de color zafiro.
—Escúchame bien de una vez, jovencito —dijo, y le agarró con vehemencia de los brazos, sacudiéndolo—. Deja ya de meterte en asuntos que no nos conciernen en absoluto, o acabarás trayendo la desgracia a esta casa. Los Ajenos no existen.
Esta vez el joven se sintió compungido de verdad, pero su tozudez pudo más que su prudencia. Estalló y gritó:
—Qué sabréis vosotras. No sabéis nada, siempre con las mandíbulas apuntando hacia abajo, sin…
Ancia le cruzó la cara con una sonora bofetada. Thaseli se giró y se los quedó mirando, de hito en hito, en el silencio que siguió. Luego el joven se levantó y se dirigió hacia la salida. Selló su desprecio hacia los gritos de disculpa de la dona con un fuerte portazo, que retumbó en toda la estancia.
***
—Pero no puedes culparlas. La única preocupación de tu-dona es que te conviertas en un padre-guía de provecho.
—Oh, no, ¿tú también, Rowaru? No he venido aquí para esto… Mira, mejor me voy, lo siento, he hecho mal en…
—No seas estúpido, Triwil.
—¿Qué?
—Lo siento, pero te estás comportando como tal.
—Ya, tú tampoco me crees, ¿no? La vi, Rowaru, con mis propios globojos.
—Yo… sí, tonto, yo sí te creo. Pero no puedes dejar que esa excitación tuya por los Ajenos te ciegue ante todo lo demás. Tienes que intentar ponerte en el lugar de las demás personas. Sobre todo, de la gente que te quiere. Intenta ver las cosas como las ve tu-dona. Intenta comprenderla. Es lógico, si te paras a pensarlo, que ella esté preocupada porque vayas por ahí diciendo esas cosas. Los Sacerdotes de Lettand tienen oídos en todas partes, Triwil. Deberías tener más cuidado. Si hoy no te han detenido es porque saben que eres un don nadie. No llames más su atención.
—Has cambiado, Rowaru. Ya no eres la misma de siempre. ¿Dónde está la Rowaru que ayer mismo dijo que me acompañaría a casa de Grimnas? ¿Por qué no viniste, por cierto?
Ella no respondió de inmediato. Los dos permanecieron un rato en silencio, en el balcón de la buhardilla, en la casa de Rowaru. Era un silencio particular, enmarcado por los sonidos del mundo alrededor: Los gritos de las donas, llamando a los jóvenes fórmicos de regreso a sus hábitats; los vendedores ambulantes, anunciando las últimas ofertas antes de dar por finalizado el día; Los coros de los cantos oratorios, que tanto odiaba en secreto el joven fórmico, en las torres de las iglesias de Lettand. Los soles gemelos condenados a morir se ponían ya, más allá del muro de casas y caminos serpenteantes que eran todo el paisaje que se podía ver hasta cualquier punto del horizonte. Pues la ciudad de Ramman era tan vasta como un país entero, y tan alta y con tantos niveles como una tarta de Leofanne.
—No he cambiado —dijo Rowaru—. Pero ayer estuve hablando con mi padre-guía, de estas cosas. De los Ajenos…
Triwil la miró, con sus globojos azul zafiro, sin decir nada.
—Quería saber su opinión. Acaba de entrar a trabajar en la Guardia de la Ciudadela de Ánteran, la que dirige Gortax-mariscal. Estuvimos hablando de su nuevo trabajo, y una cosa llevó a la otra.
—¿Y?
—Esto no es ningún juego. Tienes que tener mucho cuidado.
—Ya —dijo él. Se quedaron callados otra vez. El último sol acababa de ponerse. Las primeras estrellas se dibujaban en los resquicios del cielo libres de estructuras fórmicas, aunque no podían rivalizar con las miles de esferas de luz blanca y amarilla que cobraban vida por toda la inmensa urbe.
—Es lo que siempre he soñado, Rowaru. Mis más ardientes deseos acaban de hacerse realidad, y el mundo, este mundo vasto y ordinario, parece ignorarlo. Y yo… No puedo soportarlo. Una nave Ajena, una nave Precursora. Está aquí, aquí mismo, en nuestra ciudad, llegada desde un tiempo que creíamos legendario. Algo que todos dicen que no existe. Pero yo la he visto, Rowaru. He visto a la humana, tan semejante y a la vez tan diferente a todo. He visto a Betceol. Y voy a ir, mañana, con Grimnas y los demás. Voy a ir a la nave. Sabemos que van a llevarla allí. ¿Vendrás?
—Iré, Triwil —dijo ella.
Los dos jóvenes fórmicos entrecruzaron sus mandíbulas y antenas, bajo la noche de Ramman.
7
Reticente y vacilante, Wini entró en la nave. Todos sus sentidos le gritaban que huyera de allí. Pero la posibilidad de reencontrarse con Damian y los antiguos compañeros humanos de la Perseverance, así como de volver a conectarse con su IA, hacían que cualquier riesgo mereciese la pena. Según Gortax, los suyos habían vuelto a introducir a los humanos supervivientes en las cápsulas de criogenia, con la esperanza de mantenerlos con vida. Una noche, hacía menos de una semana, algunos guardias de Gortax juraron haber visto a varios humanos, entre ellos Damian, tras las ventanas del observatorio de la nave.
«Por qué. Por qué los fórmicos les habían arrancado los implantes neuronales», había exigido saber Wini, antes de entrar. A lo que Gortax contestó: «Porque está escrito en los preceptos más sagrados de nuestra religión, que las IA son el mal. Está escrito que los Precursores llegarían desde el remoto pasado, y que así habría de obrarse». A pesar del calor que hacía en el exterior, Winifred se quedó helada al escuchar aquellas palabras, en la voz grave y gutural del hombre hormiga.
Le dijeron que algunos fórmicos habían muerto en el interior, que circulaban historias sobre un espíritu hostil, que hostigaba a quienes osaban perturbar la paz de los innumerables pasillos, túneles y estancias de aquella nave llegada del remoto pasado. Solo Gortax tuvo el valor de acompañarla a las entrañas de la Perseverance. Wini lo agradeció, sin poder explicarse muy bien por qué; puede que, en aquel momento, tuviese más miedo de la nave que de los fórmicos (quizá porque una parte de ella se sentía culpable por haber sido tratada mejor que sus compañeros).
Hacía frío allí dentro. La mujer ajustó su traje, que al instante pareció cobrar vida, para multiplicar sus tejidos y darle más abrigo. Su aliento exhalaba pequeñas nubes de vapor, en la penumbra verdosa y titilante de las luces de emergencia. Por lo visto, ninguno de los fórmicos había sido capaz de restaurar la energía principal. Paso a paso, Wini se dirigió hacia el observatorio de la nave.
A medida que se iba acercando, el trayecto se le hizo más difícil, hasta el punto de que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y regresar corriendo hacia la salida. Le asaltaban imágenes fugaces, décimas de segundo sobre las que no tenía ningún control, de los tres tripulantes de la última guardia, muertos. Imágenes mezcladas con sangre, de Taylor riendo, de Damian y de ella misma.
—¿Todo bien? —Le preguntó Gortax. Ella fue consciente de que llevaba allí plantada varios minutos.
Pero no iba a dejar que la única humana que quizá existiese en la galaxia, fuera de aquella nave, quedase como una cobarde.
—Sí, todo bien, ¿por qué, tan mal me ves, fórmico?
El otro no contestó.
—Vamos —dijo ella—. Adelante.
8
Cuando Triwil y Rowaru llegaron al tejado del viejo almacén, en a las proximidades de la nave humana, solo Grimnas se había presentado allí.
—Ya era hora. Pensaba que iba a ser el único pringao en arriesgarse —exclamó, mientras movía las antenas con excitación.
—Chitón —le espetó Rowaru, con un dedo en las mandíbulas—. Habla más bajo.
—El distrito entero está plagado de guardias. Han reforzado los controles, y hemos tenido que dar un buen rodeo —se disculpó Triwil.
—Qué me vas a contar.
—Por el Fundador, ahí está —dijo Rowaru—. Mira, Triwil.
—Sí, como salida de un libro de cuentos de Famirion. Un ser humano. Quién lo hubiera creído —intervino Grimnas.
La mirada malva y aguamarina de Rowaru se había quedado prendada de la humana.
—Guau… Por todos los soles de la galaxia. Es cierto, Grimnas, es como una princesa humana de un libro de Famirion. Oh, Triwil, es increíble. Ha merecido la pena venir.
El aludido se había quedado mudo, también absorto en la contemplación de la mujer.
—Hay un ciclópeo con ella, y un mono peludo —dijo Grimnas.
—Es un targali de Ramark —observó la joven fórmica.
—Va a entrar —comentó Triwil.
—Si pudiésemos acercarnos un poco más —dijo Grimnas, y Triwil repondió:
—Nadie mira hacia aquí. Podríamos deslizarnos por ese bajante del canalón —señaló.
—No, Triwil, es peligroso. Aquí estamos bien —se opuso Rowaru.
—Rowi, venga. No va a pasar nada, y estamos ante la oportunidad de nuestras vidas. Piensa en el artículo que podrás escribir mañana. Podemos hacer que todo cambie.
—Vale, está bien —dijo ella, sin parecer del todo convencida. ¿Cómo…
—Yo iré primero —dijo Triwil, de inmediato.
—…lo hacemos —terminó Rowaru, en voz baja, mientras Triwil empezaba ya a deslizarse por el bajante.
—Típico —apostilló ella, al unísono con Grimnas.
Cuando Triwil ya iba por la mitad, los otros dos se acercaron al bajante, pero entonces una teja cedió bajo un pie de Rowaru, que perdió el equilibrio y cayó rodando hasta el borde del tejado. No pudo hacer nada. Cayó hasta el suelo de la gran explanada de la nave.
—¡Rowaru! —Gritó Grimnas.
—¡No! —Chilló Triwil, que se estiró para intentar agarrarla, un movimiento imposible que le hizo escurrirse del bajante y caer, mientras observaba impotente cómo Rowaru rebotaba contra unos bártulos y quedaba tendida en el suelo, inmóvil. Entonces el joven sintió un dolor agudo y feroz. Se había partido una articulación de la pierna.
Todos los guardias en los alrededores de la nave se habían girado hacia ellos.
9
Acababan de llegar a las puertas del observatorio, pero Wini no se decidía a accionar la apertura. En el camino hacia allí había conseguido dejar su mente en blanco, ajena a cualquier cosa que no fuese seguir adelante. Pero ahora, delante de las puertas, todos los pensamientos empezaron a bullir de nuevo en su cabeza.
Reencontrarse con los demás tripulantes se había convertido en un sueño para ella, desde que los acontecimientos precipitaron su huida a Ramark. Pero Wini sabía que a veces los sueños podían convertirse en pesadillas. Además, estaba el hecho de que una parte de ella había empezado a sentir que la necesidad de reencontrarse con los humanos de la Perseverance era más un deber que un deseo. Esa parte quería estabilidad; quería certidumbres a las que poder aferrarse, para construir una nueva vida y empezar de cero. Ella sabía que mientras estuviese a la deriva entre aquellos dos mundos, entre los recuerdos del sistema solar al que ya nunca volvería y aquella galaxia de soles y seres extraños, nunca conseguiría la paz. Cuando se sorprendía pensando aquellas cosas, no podía evitar avergonzarse de sí misma.
—Vamos, a qué estamos esperando —dijo Gortax, que se adelantó impaciente y accionó la apertura.
Allí estaban. Debían de ser al menos unos treinta de sus compañeros de viaje. Wini reconoció a varios de ellos de inmediato: Silvy Siegler, analista de sistemas; Zahra Essop, piloto y nutricionista; Brad Heanley, especialista en ciberseguridad; Cipriana Vasquez, diseñadora de entornos medioambientales; Sergi García (no recordaba qué era Sergi); Masayuki, escritor de contenidos jugables; Joseph Ovine (tampoco recordaba a qué se dedicaba); Wendell, Lynn, Alana, Mini, Bohdan… Y Damian. También estaba allí. Damian Frit, técnico en aeromoción. Eran labores que todos habrían de desempeñar sobre todo al llegar a Acantha, pues los sistemas de la nave estaban totalmente automatizados durante el viaje, durante el cual los tripulantes solo habían llevado a cabo labores de supervisión, durante sus turnos de guardia.
Allí estaban, solo que no eran ellos. Wini lo supo al momento. No por tener alguna certeza, sino por pura intuición. Pero era una intuición que se basaba en una sensación ineludible. La sensación de que ninguno de ellos mostró ni una sola emoción que a Wini le resultase familiar.
—Wini —se adelantó Damian. La mujer retrocedió un paso—. Wini… ¿Estás bien?, soy yo, Damian, tu amigo.
«Pesadillas».
—Espera… ¿por qué vienes con el enemigo, Wini? —Preguntó Damian. Todos los demás se acercaban poco a poco. Ya casi los rodeaban.
—¡Atrás! —Gritó de pronto Gortax, que agarró a Wini con brusquedad.
La mujer pensó que su intención era protegerla, pero la estaba lastimando. Dijo:
—No tan fuerte, Gortax, me haces dañ… —entonces lo vio, y ahogó una exlamación de sorpresa y horror. El fórmico apuntaba a su cabeza con un arma.
—Atrás —repitió Gortax—. O acabaré con ella.
10
—Monstruo embustero —escupió Wini—. Por eso querías que viniese otra vez. Fuiste tú, siempre fuiste tú, el que lo dirigía todo en este planeta. No me rescataste de la celda. Lo tenías todo preparado.
—Tú no lo entiendes —respondió Gortax—. Era el único camino. Las IA te querían a ti. Dijeron tu nombre, Winifred.
Wini se sintió perdida, al borde del paroxismo. Era un peón en un juego que no comprendía. La nave se había vuelto tan extraña para ella como todo lo demás en aquella galaxia. Sus compañeros estaban alienados, como zombis; y el posible amigo que tanto necesitaba en aquel mundo extraño era un traidor, un monstruo al que ella le traía sin cuidado. Y si Tobias era amigo de aquel ser, así como el androide, Retta, la única conclusión posible era que estaba sola. Estaba completamente sola.
Solo había dos opciones, deshacerse en lágrimas y suplicar… o revolverse y odiar. Wini eligió lo segundo.
Haciendo acopio de la energía que le daban el odio y la rabia acumulados, Wini recordó uno de los movimientos de defensa personal que les habían enseñado antes de embarcar en la Perseverance. Su brutalidad, más que su estilo, pillaron por sorpresa al fórmico, que la soltó por un momento. Suficiente para que Damian y los demás se abalanzasen sobre ellos.
Damian puso sus manos alrededor de la cabeza de Wini, en sus sienes, y la mujer quedó paralizada al momento. Sintió una tormenta en su cerebro, los latigazos de un dolor agudo e insoportable. Al borde del desvanecimiento, recuerdos olvidados volvieron a ella. Se vio a sí misma de nuevo durante el viaje desde el sistema solar, en la Perseverance…
***
Despierto. Otra vez esa misma sensación, como de ahogarme en sueños. Siento como si alguien me agarrase. Abro los ojos, aterrorizada. Boqueo, porque creo que voy a morir. Pero no. Estoy viva. Solo estoy saliendo de crío. Jadeo, intento tomar aire, vuelvo a jadear, hasta que me acostumbro de nuevo a respirar por mí misma.
Todo está oscuro. ¿Por qué? Si ya hemos llegado, empiezo a razonar, todos deberían estar saliendo de crío, como yo. «Tranquila», me digo. Solo es que tu visión está borrosa, es normal que una persona no pueda distinguir nada, cuando despierta de la criogenia. Sin embargo, según avanza un tiempo que no soy capaz de contar, un tiempo que me parece irreal, me doy cuenta de que algo no está bien, pero no por lo que no veo, sino por lo que no escucho. No escucho nada. No, me doy cuenta, no es eso, porque los sonidos de la nave están ahí… No escucho a nadie.
Algo se mueve, en el límite de mi oscurecido campo de visión, justo a mi izquierda. No sé lo que es, pero me asusta. Me levanto.
—¿Hay… Hay alguien ahí?
Silencio.
Las luces están apagadas. Pero ya distingo formas en la oscuridad. Mis compañeros de tripulación están ahí, en la gran sala de criogenia. Reposan tranquilos, pero anhelantes, como momias de un futuro incierto, sus manos cruzadas sobre sus hombros. Me guío a tientas en la penumbra, apenas guiada por el resplandor de los sarcófagos de cristal. Llego a la salida.
Recorro los laberínticos pasillos de la nave. Damian camina conmigo, a mi lado. No soy consciente de en qué momento nos hemos encontrado. Algo no está bien en mi cabeza. Pero da igual, eso no debe importarme. Seguimos adelante, y llegamos a la sala de control central. ¿Por qué? No es nuestro turno de guardia. Nosotros no deberíamos despertarnos hasta poco antes de llegar a Acantha.
Damian me hace un gesto, para que guardemos silencio. Es el turno de Roni, Afraima y Cosima. La última guardia, antes de llegar a Acantha. Están hablando, y entonces Afraima, conocida por sus dotes como hacker, activa un holo. Contengo el aliento al darme cuenta de lo que ven, aunque al principio no entiendo nada. Un vago temor crece en mi interior. Algo terrorífico, que estaba guardado por mi IA, en lo más profundo de mis recuerdos. En el holo estamos Damian, Taylor y yo, durante nuestro turno de guardia…
***
—Déjalo estar, Taylor, si las IA hubieran querido que investigásemos la señal, habrían dado instrucciones para hacerlo —dice Damian.
—Las IA, siempre las IA. ¿Acaso no sois capaces de pensar, ni siquiera por un momento, por vosotros mismos? Esto podría ser lo más importante que ha pasado en toda la historia humana. Se trata de una señal proveniente de una nave extraterrestre. Joder, es como encontrar una puta aguja en un pajar. Por el amor de Dios, ¿es que no lo veis?
—Damian tiene razón, Taylor. Es peligroso, no debemos salirnos de la ruta trazada. Si quieres, podemos apuntar las coordenadas en la bitácora, y transmitir la posición por enlace cuántico. En el sistema solar sabrán qué hacer con ello.
—No. Puede que no volvamos a tener jamás una oportunidad como esta. Además, no me fío de lo que decidan las IA en el sistema solar, joder. Lo controlan todo. Qué oportuno que hasta ahora jamás hayamos encontrado nada ahí fuera, ¿eh? No. Debemos investigarlo nosotros. Es nuestra responsabilidad.
—Lo siento, Taylor, dos contra uno. Las reglas están claras —dice Damian.
—Yo no diría tanto. Se trata de una excepción contemplada en la norma 13.3. De hecho, deberíamos despertar al comandante Payet.
—Y yo digo que no —insiste Damian.
Taylor se ríe, de forma claramente despreciativa. Luego dice:
—Damian dice que no, ¿eh, Wini? —Le guiña un ojo a la mujer—. ¿Y se puede saber quién te has creído que eres tú, el comandante?
Taylor se levanta, ignorando a Damian. Este se le echa encima.
—Maldito cabr… —espeta Taylor.
Los dos se enzarzan en una pelea sin claro ganador, haciendo peligrar la integridad de las consolas cercanas. Hay un intercambio de golpes, de puñetazos errados, resoplidos y maldiciones, todo bastante patético, hasta que los dos caen al otro lado de las consolas. Se produce un fuerte golpe, al que sigue el silencio. Wini se dirige hacia allí, nerviosa, sin estar segura de cómo actuar. Cuando llega ve que Taylor aprisiona la cabeza de Damian con sus piernas.
—Wini, ayúdame… ¡Wini! —Grita Damian, a duras penas.
Wini no sabe qué hacer. Damian va a morir.
—Detente, Taylor, detente. Oh, Dios mío, Taylor, suéltalo, por favor —suplica Wini.
Damian se pone azul. Apenas ofrece ya resistencia.
Entonces, de repente, empieza a toser y a resollar, libre de la mortal llave de Taylor.
Taylor yace en el suelo, con un charco de sangre bajo su cabeza. Wini tiene en la mano el asa de su taza de café, hecha pedazos.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío… Santa Galaxia, Damian… ¿qué vamos a hacer? Damian… Lo he matado, joder. ¡He matado a Taylor!
—Tranquila, tranquila Win. No pasa nada. Pensaremos algo —dice Damian, mientras se recupera, resollando—. Ya sé, lo meteremos en su cápsula, y lo arrojaremos al espacio. Luego trucaremos los holos de este turno. Nadie sabrá nunca nada.
—Pero las IA lo sabrán. Nosotros lo sabremos.
—No, Wini. Las IA lo aprobarán. Sabrán que hemos hecho lo mejor que podía hacerse. Borrarán nuestros recuerdos, y no tendremos que preocuparnos más por esto. Confía en mí.
***
Afraima corta el holo.
—Eso es todo —dice—. Bien, ¿qué hacemos?
***
Wini volvió al presente. Las manos de Damian, del Damian manejado por su IA como un zombi, seguían asiendo sus sienes. Todos esos recuerdos habían vuelto a ella como una bofetada de realidad, en un solo instante, como si siempre hubiesen estado ahí. También supo lo que había pasado con Roni, Afraima y Cosima. Fueron ellos. Damian y ella. Los mataron allí mismo, en el mismo momento en que Afraima terminó de decir «qué hacemos». Luego reprogramaron la ruta de la Perseverance, para dirigirla a un agujero negro, y volvieron a sus cápsulas de criogenia. Pero en aquel momento, asqueada de terror por sí misma y lo que había hecho, Wini sintió algo más. Unas palabras, que se derramaron sobre todo su ser como un bálsamo que en el futuro le ayudaría a hacer más soportable aquella terrible verdad: «No fuimos nosotros, Win. No te culpes. Fueron las IA. Tú sigue viva, Win, lucha. Llega hasta el final. Te quiero Win, siempre te querré».
Entonces, el hombre extraño que había sido su amante la miró a los ojos, y Wini creyó verlo, ver a Damian de verdad, por una última vez. Después cayó al suelo, como un muñeco inanimado. Al momento Wini olvidó algo, algo muy importante, algo terrible, que acababa de recordar. Pero unas pocas palabras llegaron de nuevo hasta ella, insistentes… «Lucha, llega hasta el final».
Todo aquello había pasado en unos pocos segundos de tiempo real. Ese fue el tiempo que Damian, aquel Damian, había tenido agarrada a Win por las sienes.
—Estúpida —le espetó Gortax—, lo has estropeado todo. Los tenía bajo control. Era parte del plan.
¿Parte del plan? Wini no daba crédito. Pero lo que se grabó a fuego en su mente fue que era la segunda vez que aquel ser le llamaba estúpida. Y ya estaba harta. Se abalanzó con furia contra el fórmico, que en esos momentos disparaba a diestro y siniestro con su arma de energía, volatilizando a los humanos. Las mandíbulas de Gortax se abrieron por la sorpresa. El golpe con la cabeza que Wini le propinó en el pecho, como un ariete, lo derribó en el suelo, cuan largo era.
Los pocos humanos que quedaban huyeron de allí. A Wini le daba igual, solo le importaba una cosa: quería matar a Gortax. Al principio no había sido consciente de ello, pero el contacto con Damian, o lo que quiera que fuese Damian, la había cambiado. Se sentía llena de una fuerza que jamás había experimentado; hubiera sido capaz de saltar ríos y de escalar montañas. Era una fuerza potenciada por su rabia.
—¡No! Wini, no…
La mujer escuchó una voz, distante por la sangre que taponaba sus oídos. Vio como unos brazos brillantes y metálicos agarraban los suyos, y luchaban para apartarlos del cuello de Gortax, que agitaba frenético sus mandíbulas, al borde de la muerte por ahogamiento.
—Wini, no, tú no eres así —dijo Retta, el androide— Por favor.
—Retta —musitó ella.
Entonces la rabia se apagó, y la mujer fue consciente de lo que estaba haciendo. Aflojó su presa, y la soltó, asqueada.
Wini reparó en Gortax, allí tirado, como si lo viese por primera vez. Se frotaba el cuello, boqueaba y hacía sonidos extraños, mientras el aire volvía a sus pulmones. Vio el cuerpo de Damian, sin el más mínimo asomo de vida en sus ojos. Mareada, se sentó en el suelo, y entonces lloró, como una niña desvalida.
«¿Wini?, Wini. Soy yo, Hapola. Estoy aquí, contigo. Estoy de vuelta. No llores más, mi pequeña».
Fin del capítulo 2